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viernes, 3 de julio de 2020

Mozo de Librería


Ermilio Abreu Gómez[1]
Fragmento obtenido de sus memorias II: Duelos y Quebrantos, ediciones Botas, México 1959.
(el libro La del Alba Sería, memorías I misma editorial y del año 1954 tiene la misma portada) 

***
Por mera casualidad leí un periódico que una librería solicitaba un corrector de pruebas. Más que de prisa tomé la dirección y me encaminé a ella. Se trataba de la librería de don Andrés Botas, situada en el número 9 de la calle de Bolívar. Llegué cuando apenas si estaban levantando la cortina. Me entendí con un empleado de nombre Germán. Le dije que yo había leído el anuncio, que sabía corregir pruebas y que, por lo tanto, me gustaría obtener el empleo.
German me respondió que el patrón no estaba y que yo volviera mas tarde. Así lo hice; di una vuelta por allí y volví como a la hora. Entonces hablé con don Gabriel Botas, hijo del dueño. Don Gabriel me explico lo que tenía que hacer y me dijo cuál sería mi sueldo: noventa pesos. Me pareció mucho.
Empecé a trabajar enseguida. El trabajo, la verdad, era bien duro. Primero había que barrer, de arriba abajo, el patio del almacén; después abrir cajas de libros; en seguida escribir algunas cartas y, por último, corregir las pruebas de imprenta de las obras que se publicaban.[2]
Por la tarde salía yo a repartir periódicos de modas entre los suscritores o, mas bien, suscritoras. Al volver de este encargo, ayudaba a Germán a hacer paquetes de libros para los agentes foráneos. Ya para cerrar la librería había que llevarlos al correo que estaba a dos o tres cuadras. Ponía los paquetes en un carrito de mano y, empujándolo por la calle del 5 de mayo, llegaba al correo.
Alumbraba mi camino con un farolito de papel.[3] En estos menesteres, a veces me acompañaba el otro mozo que era bruto de veras, flojonazo como ninguno e imprudente como él solo. Me dejaba la tarea mas dura: descargar el carro y subir los paquetes hasta el tercer piso,[4] donde estaba la oficina del servicio exterior. Subía a pie porque se aglomeraba tanta gente en el elevador que era imposible usarlo. El tal mozo se metía entre los coches, sin aviso ni precaución, provocando verdaderos disturbios en el tránsito. Era inútil que yo le dijera algo. Se contentaba con decirme, seco y desabrido: “de esto, usted no entiende”. A veces, abandonando el carro se iba por allí. Tenia yo que convencerlo para que me ayudara a mover el artefacto aquel y regresar a la tienda a tiempo.
Otras veces tenía yo que treparme como un chango sobre unos carros cargados de resmas de papel destinado a la imprenta. Esta imprenta era la de un señor Ballescá y estaba situada en el número 88 de la calle de Regina.
En ocasiones llevaba la comida a la casa de don Andrés, padre de don Gabriel. Don Andrés vivía en la colonia de San Rafael y si no me equivoco, estaba un poco enfermo, pues casi siempre me recibía en la cama. Le arrimaba una mesita y allí comía. Don Andrés era un hombre recio, casi fornido, daba la sensación de haber trabajado mucho pues se le veía cansado. Mientras comía me conversaba y me hacía preguntas acerca de mi vida. Le gustaba hablar de política y sus ideas eran claras acerca de los hombres y de las cosas. De reaccionario no tenía un pelo; pero le gustaba el orden y la mesura. Quería mucho a su hijo Gabriel. Mas de una vez me obligo a comer algo. Yo rehusaba pretextando cualquier cosa, pero él insistía, partía una telera, la llenaba de carne y me decía:
-No sea tonto, coma que le hará bien.
Hasta me servía un poco de vino. Cuando algún tiempo después, supe que murió me dio tristeza, era hombre bueno.
A la librería llegaban muchas gentes. A veces me ponía a conversar con ellas. Unas ya eran conocidas mías y otras no. Entre las conocidas estaban Francisco Gamoneda, Joaquín Ramírez Cabañas, Alfonso Toro, Alejandro Quijano, Genaro Estrada, el ingeniero Teodoro Ramírez, el pintor Mateo Herrera, Rafael L. de los Ríos y un señor Bernáldez. Entre los que allí conocí recuerdo a Alfonso Teja Zabre y a Martín Gómez Palacio. Teja Zabre publicó entonces una novela titulada Alas Abiertas. Gómez Palacio había publicado otra, pero no recuerdo su título.[5] También conocí a un señor muy extraño, autor o traductor de un libro fúnebre titulado Como Hablar con los Muertos.[6] Este libro tenía una pasta negra que metía miedo; yo no me atreví a hojearlo siquiera; temía que, por entre sus páginas, salieran espíritus y fantasmas. El libro se vendía como pan caliente. El público lo pedía con cierto pudor. Llegaba un sujeto y decía:
-Me da usted el libro ese de los muertos…
También conocí al gramático don Manuel G. Revilla, autor de un libro titulado En Pro del Casticismo. A mi me gustaba mucho hablar con él. No parecía gramático; es decir, no era pedante ni quisquilloso; tenía un sentido humano de la lengua y, además era buena persona. A mi me saco de mil dudas, me dio consejos y me regalo libros. No se cuando murió; pero murió al poco tiempo de todo esto que aquí te cuento.
En la librería trabaje casi un año.



[1] Ermilo Abreu Gómez (Mérida, Yucatán, 18 de septiembre de 1894-Ciudad de México el 14 de julio de 1971) Escritor, historiador, periodista, dramaturgo y ensayista mexicano. Su obra más conocida es Canek (1940), recreación de un hecho real (1761) en la que se ve proyectada la sensibilidad del pueblo maya.
[2] Efectivamente, trabajó en la citada librería, pero no de mozo. Se le ocupo para hacer las fichas de un catálogo. La limpieza del local, abrir cajas, etc. lo hacía el mozo. (N. de los E.)
[3] Al correo no se iba en la noche y había un mozo para este trabajo. (N. de los E.)
[4] En la época de que se habla no hacíamos remesas al exterior. (N. de los E.)
[5] La Loca imaginación Ed. Botas. (N. de los E.)
[6] Este libro fue publicado en inglés por la Soc. Real Británica de Ciencias Psíquicas, su traducción la hizo J. González de Gandarillas (N. de los E.)

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