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jueves, 10 de septiembre de 2020

- El Arte de Leer - *

 André Maurois

¿Es un trabajo la lectura? Válery Larbaud la llama el “vicio impune”, y Descartes; por el contrario, dice que es “una conversación con las gentes más honradas de los pasados siglos”. Ambos tienen razón.

La lectura-vicio es propia de los seres que encuentran en ella una especie de opio y se libertan del mundo real hundiéndose en un mundo imaginario. Estos no pueden estar un minuto sin leer; todo es bueno para ellos; abrirán al azar una enciclopedia, y leerán un artículo sobre la técnica de la acuarela con la misma voracidad que un texto sobre las máquinas de vapor. Si se quedan solos en una habitación, irán derecho a la mesa en que se hallan las revistas y los periódicos y atacaran una columna cualquiera, por la mitad, antes que librarse por un solo instante a sus propios pensamientos. En la lectura no buscan ni ideas ni hechos, sino ese desfile continuo de palabras que les oculta el mundo y su alma. De lo que han leído retienen poco con sustantiva medula, entre las fuentes de información, no establecen ninguna jerarquía de valores. La lectura, practicada por ellos, es totalmente pasiva; soporta los textos; no los interpretan; no les hacen sitio en su espíritu; no los asimilan.

La lectura-placer es ya mas activa. Lee para su placer el aficionado a novelas que busca en los libros, bien impresiones de belleza, bien un despertar y una exaltación de sus propios sentimientos, bien las aventuras que la vida le niega. Lee para su placer aquel que ama encontrar mas perfectamente expresadas, en los moralistas y en los poetas, las observaciones que él mismo ha experimentado. Lee para su placer, en fin, aquel que, sin estudiar tal periodo definido de la historia se satisface en constatar la identidad, en el curso de los siglos, de los tormentos humanos. Esta lectura-placer es sana.

La lectura-trabajo, en fin, es la del hombre que, en un libro, busca tales o cuales conocimientos definidos, materiales de los que él tiene necesidad para establecer o acabar en su espíritu una construcción de la que él solo ha entrevisto las grandes líneas. La lectura-trabajo, debe hacerse, a menos que el lector posea una memoria extraordinaria, pluma o lápiz en ristre. Es inútil leer si nos condenamos a tener que releer cada vez que deseemos volver sobre el tema. Si me esta permitido citar mi ejemplo, diré que cuando leo un libro de historia o un libro serio cualquiera, escribo siempre en la primera o en la última página algunas palabras que indican palabras la cifra de la página en que están estos pasajes que yo quiero los temas esencialmente tratados y después, debajo de cada una de estas poder consultar, si es necesario, sin tener que volver a leer el libro entero.

La lectura, como todo trabajo, tiene sus reglas. Indiquemos algunas de estas.

La primera es que vale más conocer perfectamente algunos escritores y algunos temas que conocer superficialmente un gran número de autores. Las bellezas de una obra aparecen siempre mal a la primera lectura. En la juventud hay que andar entre los libros como se va por el mundo, para buscar entre ellos los amigos, pero cuando estos amigos han sido encontrados, elegidos, adoptados, es preciso apartarse con ellos. Ser familiar de Montaigne, de Saint Simon, de Retz, de Balzac o de Proust, basta para enriquecer una vida.

La segunda, es hacer en las lecturas un gran sitio a los grandes textos. Es necesario, a buen seguro, al mismo tiempo que natural, interesarse por los escritores de nuestro tiempo; es entre ellos entre quienes tendremos la oportunidad de poder encontrar amigos que tengan los mismos cuidados y las mismas necesidades que nosotros. Pero no nos dejemos sumergir por la marea de los librillos. El número de las obras maestras es tal que jamás las conoceremos todas. Tengamos confianza en la selección hecha por los siglos. Un hombre se equivoca; una generación se equivoca; la humanidad no se equivoca jamás. Homero, Tácito, Shakespeare, Molière, son ciertamente dignos de su gloria. Habremos de darles preferencia sobre quienes no han sufrido la prueba del tiempo.

La tercera es elegir bien su nutrimento. A cada espíritu le convienen sus alimentos adecuados. Aprendamos a reconocer quiénes son nuestros autores. Serán muy distintos de los de nuestros amigos. En literatura, como en amor, causa sorpresa la elección de los otros. Seamos fieles a lo que nos conviene. En esto somos nosotros los mejores jueces.

La cuarta es rodear nuestras lecturas, siempre que sea posible, de la atmósfera de recogimiento y respeto de que se rodean un hermoso concierto, una noble ceremonia. Leer no es recorrer una página, interrumpirse para contestar el teléfono, volver o tomar el libro cuando el espíritu está ausente, abandonarlo al día siguiente. El verdadero lector se procura largas veladas solitarias; reserva, para tal escritor muy amado, el atardecer de un domingo de invierno; agradece a los viajes en ferrocarril el que le den la ocasión de releer de un tirón una novela de Balzac, de Stendhal, o las Mémoires d' Outre-Tombe. Experimenta un placer tan vivo en volver a encontrar tal frase, tal pasaje que él ama (en Proust, la zarza blanca o la pequeña magdalena; en Tolstoi, los desposorios de Lévine), como el aficionado a la música en acechar el tema del Mago en la Petrouchka de Strawinsky.

La quinta regla, en fin, es la de hacerse dignos de los grandes libros, porque con la lectura ocurre como con las posadas españolas y con el amor: que no se halla más que lo que se lleva. La pintura de los sentimientos no interesa más que a aquellos que los han experimentado o a aquellos que, jóvenes aún, aguardan su eclosión con esperanza y angustia. No hay nada más emocionante que ver a un joven que, el año pasado, no soportaba más que los relatos de aventuras, tomarle de pronto un gusto vivo a Anna Karenine o Dominique, porque a partir de este momento el joven sabe lo que es la dicha y el dolor de amar. Los grandes hombres de acción son buenos lectores de Kipling, los grandes hombres de Estado, de Tácito o de Retz. Era un hermoso espectáculo ver a Lyautey al día siguiente de haberle quitado Marruecos un gobierno injusto, entregarse al Coriolano de Shakespeare. El arte de leer es, en una gran parte, el arte de volver a encontrar la vida en los libros y, gracias a ellos, de comprenderla mejor.

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*Texto extraido de "Gaceta de Literatura", arte literatura variedades. #9, séptima época,  Ene-Feb. 1952. México D.F. Revista editada cada dos meses por la Librería de César Cicerón.

Estaba ubicada en la Calle del Seminario #10, Centro Histórico.



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