Mauricio Magdaleno[i]
Fragmento obtenido del
libro Vida y Poesía, ediciones ercilla, Santiago de Chile, 1936.
No podía pasar
por alto la Biblioteca Nacional el cuarto centenario de la introducción de la
imprenta en México, y en el apremio de sus prensas beneméritas y meritísimas,
es una tal ocasión confirma hoy la institución la fama que de antiguo le viene
por sus publicaciones pulquérrimas, lanzando a la calle el volumen de “Impresos
Mexicanos del Siglo XVI”, en que se cataloga la historia del libro en la Nueva
España de ese lapso, con una noticia del doctor Valtan sobre los primero
“imprimydores”, que vertieron en tintas la cultura de la época.
En realidad,
desde 1534 –fecha en que regresó a México el obispo, fray Juan de Zumárraga–
puede considerarse introducida la imprenta a la naciente colonia. Iniciativa
personal del propio prelado y del primer virrey, el preclaro don Antonio de
Mendoza, desde los días de la Villa y Corte en que se vieron en vísperas del
viaje a ultramar, determinaron valerse de la imprenta a efecto de propagar con más
éxito las doctrinas de España. La antigua casa de Juan Cromberger, en Sevilla,
cedió al artífice Esteban Martín, que llega a México en ese mismo año del 34,
con todos los materiales para hacer funcionar la editorial. El maestro impresor
lo fue Juan Pablo Lobardo –Giovanni Paoli, natural de Brescia; o, como
estampaba en las portadas de sus ediciones meticulosas, en el latín conventual,
Ioannes Paulus–, y a su iniciativa debemos la primera colección de incunables
nuestros, preciosos de imaginación en las carátulas y los colofones,
rigurosamente del año 39 al 59, en que otros editores continuaron la tradición
cultural de la imprenta.
Hacía ochenta
años que Gutenberg había sacado el primer incunable conocido, la Vulgata Latina
de la Biblia. En América, desde luego, los trabajos de Juan Pablos se
adelantarían a toda promoción similar en las colonias del sur, afirmando para
México la gloria del origen de la imprenta en América. Apenas si en el Perú y
en Venezuela iniciábase un ejercicio cultural incipiente de la civilización.
Por el norte, la barbarie y el desierto medraban en su noche elemental. Y sin
embargo, es vieja la sospecha de que antes del enviado de Cromberger con la
primera imprenta destinada a México, ya había en el país rudimentarios
antecedentes editoriales. La afirmación de Antonio de Herrera llega hasta
Cortés, del que asegura enfáticamente que trajo utensilios de estampar. Pero el
informe de Herrera es vago por los términos en que se expresa. Mas exacto nos
parece el dicho doctor Valtan que, en la edición de homenaje de la Biblioteca
Nacional, achaca a los primeros franciscanos –Pedro de Gante, Juan de Tecto y
Juan de Aora– la introducción de un conato larval de la imprenta.
Efectivamente, debe de haber sido “los iniciadores de algún intento primitivo
de la estampa o imprenta, haciendo, por ejemplo, con su propia ingeniosidad, o
mandando hacer, por los indios neófitos, algunos grabados en madera que
representaban las imágenes y misterios de la religión cristiana, los que
después se imprimirían sencillamente en papel de maguey, o en cualquier otra
materia de las que acostumbraban usarse para los códices”. Los cronistas hablan
de una “Doctrina Christiana en Lengua Mexicana”, editada en Amberes por Pedro
de Gante, en 1528.
Lo cierto es que,
hasta cinco años después de la introducción oficial de la primera prensa, se
produce el primer trabajo conocido – la “Breve y Compendiosa Doctrina
Christiana en Lengua Castellana y Mexicana”, con licencia y privilegio–. Antes
aún, dentro de ese año del 39, Juan Pablos había imprimido la “Escala
Espiritual” de San Juan Clímaco, que es una de tantas pérdidas de los
incunables mexicanos. Los hay maravillosos de imaginación gráfica,
confeccionados por el mismo Paoli: “Recognitio Summularum Reverendi”, de fray
Alonso de la Vera Cruz; “Vocabulario en la Lengua Castellana y Mexicana”, de
fray Alonso de Molina; “Diálogos de Doctrina Christiana en la Lengua de
Mechoacan” y el “Vocabulario en la Lengua de Mechoacan”, de fray Maturino
Gilberti, año de 1559. Pero como en los burgos de la edad media, el ilustre
gremio tenía sus sucesores, y los de este de “imprimydores” arrancan, a inmediato de la desaparición de Pablos
Lobardo, en los esfuerzos de Antonio de Espinosa, uno de los mas exquisitos,
uno de los más concienzudos artífices de la estampa – la Biblioteca Nacional
reproduce, precisamente, en el libro conmemorativo, aquel bellísimo colofón con
que Espinosa clausura el “Thesoro Spiritual de Pobres de Lengua de Michuacán”,
en 1575– y en los de Pedro Ocharte, fundador y maestro, a su vez, de una
dinastía de incansables Ochartes –la viuda de Ocharte, Melchor Ocharte, Luis
Ocharte Figueroa–. También en el caso del maese don Pedro es preciso aludir a
un refuerzo extranjero a la obra cultural del peninsular en la Nueva España, en
virtud de que el impresor era oriundo de Rouen y hasta el nombre cultor
–Ochart– debió ser refundido en fonética castellana. Las portadas de los Ochart
han sido abundante y primorosamente reproducidas por la Biblioteca Nacional, y
sorprende, entre todas, el esguince sacroprofano del “Calendario Franciscano
para el año 1598”, elaborado con paciencia de hormigas entre la viuda de don
Pedro y el maestro Cornelius Adrian Cesar, otro de los editores de este siglo
XVI. Dentro de una estricta demarcación cronológica, separa al Ochart fundador
de su ultimo vástago –Luis Ocharte– un macizo de faena laboriosa, que honra los
nombres del francés Pedro Vailly y del piamontés Antón Ricciardi –o como se le conocía
en la Nueva España, Antonio Ricardo–. Del primero, la historia de los
incunables mexicanos registra un título por demás típico y característico de su
hora: “Formulario para información acerca de la limpieza del linaje” (1594). La
relación remata, en el epilogo de ese propio quinientos, en el trabajo de
impresor de Enrico Martinez, el eminente cartógrafo que además fundía letras
para imprenta y cuyo origen es borroso y, mas que nunca, desconocido. Pero como
atingentemente afirma el doctor Valtan, la gloria de la litografía mexicana de
ese XVI, lo fueron los libros litúrgicos y cantorales, que todos los precitados
tuvieron a honor dar a la estampa, y de los cuales guarda la Biblioteca
Nacional uno –quizá el mas precioso de todos por su encantadora fuerza de imaginación–:
el “Graduale Dominicale”.
Bien homenajeado
el cuarto centenario del arribo de la imprenta a lar nuestro. Con los estudios
sobre la materia de los sabios Garcia Icazbalceta y doctor León, este de la conmemoración
de hoy ultima la plenitud de la erudición de la estampa mexicana del siglo XVI,
la primera del continente.
[i] Mauricio Magdaleno Cardona (Tabasco, Zacatecas, 13 de
mayo de 1906 - Ciudad de México, 30 de junio de 1986) fue un destacado escritor
y periodista mexicano.
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